Poder comprar un parque con árboles añejos fue un verdadero lujo. El resto del jardín es el resultado de constantes ejercicios de prueba y error, de ir descubriendo qué crecía mejor bajo la premisa de: bajo mantenimiento.
La dueña compró un sinfín de plantas, pero sólo se quedaron aquellas que no daban trabajo y que resistían bien las heladas propias del lugar. No hay casi canteros, sino plantas agrupadas que conviven en armonía . La dueña se animó a sectorizar las áreas con arbustos altos, que sirven como ‘pared’ y dan una mayor intimidad. Tampoco tuvo miedo de invadir el césped con cubresuelos, como vincas y liriopes, porque sabía que ganaba al disminuir la manutención. «Otro cubresuelo que me da placer tener es el Modiolastrum; no demuestra signos de sufrir con las heladas y le pelea mano a mano a la glechoma», asegura.
Fue, de a poco, reciclando los espacios y aprovechando sabiamente las condiciones que ofrecía cada sitio. Así, donde se insinuaba un bajo y se recolectaba agua de manera natural, plantó pontederias, zefirantes y un cucharero (Echinodorus grandiflorus). Cuenta que, cuando murieron dos lambertianas añejas que sectorizaban el jardín con el estacionamiento, tuvo el impulso de correr al vivero y comprar otras dos. Pero con el tiempo decidió llenar el vacío con salvias, setareas, paspalum, achiras, y hacer un camino de quebrachos para comunicar las dos áreas.
desde Arquitectura paisajista: una propuesta silvestre | Revista Jardín.



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