
El «retrodiseño» triunfa rompiendo con el porvenir.
Marcel Wanders, el niño malo del diseño holandés, fue el primero. Sus mesas, sillas y aparadores lacados en negro y etiquetados como New Antiques (antigüedades nuevas) causaron tanta admiración como repulsión en el stand que Giulio Cappellini montó hace tres años en Milán. La idea era ir a pescar al pasado para reinventarlo como futuro. Lo que Wanders hizo fue rescatar la belleza curva del ornamento barroco, estilizarlo y dosificarlo para darle un aire moderno.
Parecía un disparate, pero era una jugada maestra. Si aquello no era diseño puro era, por lo menos, un marketing perfecto. Con un solo gesto se conseguían nuevos adeptos para el diseño (los que se mueven más cómodos en las estéticas acolchadas del pasado) y se dejaba boquiabiertos a quienes pierden la cabeza por lo último. Con todo, la idea de rastrear soluciones marcadamente obsoletas para inyectar glamour a los nuevos muebles parecía un capricho pasajero. Sin embargo, tres años después reaparece asimilada y convertida en una seria competidora del diseño más sobrio y calvinista. Son, como poco, dos maneras opuestas de enfrentarse a la crisis.












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