
El viejo Trípoli recuerda de inmediato a La Habana, con sus suntuosos edificios de principios del siglo XX pidiendo a gritos ser remozados. Esta ciudad libia, apenas abierta al turismo y donde la imagen de Gaddafi es omnipresente, tiene una larga historia y ha sabido sobrevivir a todo tipo de sinsabores.
Javier Mazorra
Lo primero que llama la atención, justo antes de aterrizar en el aeropuerto de Trípoli, es lo cerca que se encuentra el desierto del Sáhara de la costa de Libia. Aún quedan algunas granjas y cultivos iniciados por los italianos durante la época colonial pero el avance de la arena parece imparable. Quien llegue con Catai o alguna otra agencia de cierto nivel, los trámites de policía y aduana son mínimos. Se aguardan unos minutos en una cómoda sala de espera donde se tiene el primer contacto con la imagen del Líder de la Revolución.
Pocos minutos después, fuera del aeropuerto, la presencia de Gaddafi -ya sea a través de proclamas, pasajes del Libro Verde o retratos en Technicolor- es avasalladora. En su compañía, vestido de beduino, de militar, de explorador o visionario, se hacen los cerca de cuarenta kilómetros que separan el aeropuerto del centro. De camino, el guía –con su correspondiente policía turístico que debe acompañar obligatoriamente a los visitantes- señala la presencia de una gigantesca fortaleza en su cuyo interior se esconde la ciudad prohibida donde reside el jefe.
Y casi de sopetón se llega al viejo Trípoli que recuerda de inmediato a La Habana, con sus suntuosos edificios de principios del siglo XX pidiendo a gritos ser remozados. Existe incluso una especie de malecón y unas playas donde la gente se pasea más que se baña. Nadie obliga a las mujeres a cubrirse pero lo hacen casi todas por razones culturales.
desde África | ocholeguas.com | Trípoli, cuarenta años después.
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