
Por MARÍA A. SALGADO DE LA ROSA* (SOITU.ES)
Actualizado 14-07-2009 13:19 CET
Hace poco visité Mallorca después de algunos años y recordé una anécdota de mi etapa de estudiante de arquitectura sucedida en la isla allá por los noventa. Armados con la inocencia del aprendiz, cinco amigos (todos estudiantes de arquitectura de la Escuela de Madrid) nos dirigimos a Portopetro provistos de lápiz, cuaderno y cámara de fotos dispuestos a toda costa a inmortalizar la casa del danés Jørn Utzon a la sazón arquitecto de la ópera de Sidney.
Para los que no conozcan la zona hay que decir que se trata de un enclave paradisiaco de acantilados con casas que miran hacia el mar y a las que se accede, como en otras urbanizaciones, desde una calle anodina flanqueada por tapias y vegetación que impiden ver la arquitectura. Esto hace que por muy bien que se haya estudiado la zona, para las personas ajenas a la urbanización resulte difícil localizar una casa en concreto.
Y eso fue precisamente lo que nos sucedió. Tras una ardua búsqueda por fin localizamos la casa y nos lanzamos como fieras a por ella. Hicimos unas cuantas fotos, empezamos a percibir algunas diferencias en la estructura y en pequeños detalles como el remate de cubierta. Algo no cuadraba, parecía la auténtica pero nos extrañaba que el arquitecto hubiera consentido ciertas perversiones en aras de un mantenimiento aceptable de la edificación, o lo que es peor, de la comodidad. De repente uno de nosotros (no recuerdo bien quién) dio la voz de alarma revista en mano: ¡Esta no es la casa de Utzon!
¡Cómo podía ser! Estábamos seguros de hallarnos en el lugar indicado. Tras unos instantes de pánico descubrimos que unos metros más allá se encontraba la original aun más oculta por la vegetación, pero ya no había duda. ¡La habíamos encontrado!
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